Las feministas arruinaron el amor. Ya cualquier cosa es violencia o acoso

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamgde la serie ‘No, el feminismo no ha llegado demasiado lejos’ (3 de 4).

Durante los últimos meses de 2017, varios reportajes reportajes dieron cuenta de los acosos sexuales que por años llevó a cabo Harvey Weinstein, poderoso magnate de la industria cinematográfica. Decenas de mujeres denunciaron haber sido víctimas de insinuaciones, tocamientos, presión e, incluso, violencia sexual por parte de Winstein. El caso no es único ni atípico. Antes habían hablando las víctimas de Bill Cosby, también lo había hecho la hija de la entonces pareja de Woody Allen, quien denunció que el cineasta la agredió sexualmente cuando era una niña. Antes también habían hablado ingenieras en Uber sobre una cultura de acoso sexual sin castigo en la empresa. Antes—y sin muchas consecuencias—hablaron las víctimas de Cuauhtémoc Gutiérrez, líder del PRI en la Ciudad de México.

A diferencia de lo que había sucedido hasta ahora y a partir de las denuncias contra Weinstein, muchos hombres poderosos en distintos ámbitos han sido también acusados de acoso y violencia sexual. A raíz de ello, escritores, artistas, políticos, presentadores de noticias, académicos, entre otros, han sido separados de sus cargos por episodios similares.

¿Por qué traigo estos casos a cuento en un post sobre el amor romántico y feminismo? Podríamos preguntarnos si estos casos no tienen que ver más bien con el acoso laboral y por tanto ser discutidos como tales. En parte sí; el poder de coerción (implícito y no) en los casos de acoso sexual son un tema en sí mismo. Sin embargo, creo que los límites y matices del coqueteo y la atracción sexual, juega un papel relevante en todos ellos. También porque, argumentando que la atracción romántica o sexual puede darse en un contexto laboral de la misma manera que podría darse en un contexto social o de cualquier otra índole, muchos cuestionan si no será exagerado llamarle acoso a algunas de las conductas denunciadas.

Ejemplo de lo anterior es el comunicado de un colectivo de mujeres francesas, entre ellas la actriz Catherine Deneuve y la escritora Catherine Millet, quienes expresaron su rechazo al poderoso movimiento #MeToo (movimiento que, por cierto, no inició con las denuncias en Hollywood, sino mucho antes gracias a la activista Tarana Burke, quien en 2007 lanzó una organización para defender y ayudar a víctimas de abuso sexual). Para las francesas, las denuncias han caído en el exceso del puritanismo y la represión de la libertad sexual.

En primer lugar creo que es importante definir, desde una perspectiva feminista, cuándo el coqueteo o en qué contexto la búsqueda de una pareja sentimental son apropiadas. Me parece que la respuesta es bastante simple: si uno encuentra a otra persona atractiva puede hacérselo saber sin ningún problema, siempre y cuando las relaciones de poder no sean dispares y el ambiente sea el apropiado.

¿Es apropiado coquetearle a alguien en un bar, en una fiesta, o en cualquier contexto social? Mientras esa persona pueda consentir y responda con el mismo interés, por supuesto. Si la persona en cuestión demuestra no estar interesada, uno debería aceptar su voluntad y parar por la paz. No significa no. Punto.

¿Es apropiado gritarle “piropos” a una persona en la calle o en el espacio público? No, pues no se le está tratando como a un igual. Los acosadores callejeros se aprovechan del poder desigual que tienen del espacio público para hacerle saber a las mujeres que son cuerpos para su disfrute, por ejemplo.

¿Es apropiado coquetearle a un subordinado o a alguien cuyo trabajo, carrera, o proyectos dependen de ti? No, nunca es apropiado. “Pero es que podría ser el amor de su vida” me responderán algunos. Por supuesto que podría suceder. Pero vivimos en un mundo de más de 7 mil millones de personas y parece un afán un poco insano tener que buscar una relación con alguien cuya agencia en la misma pueda estar limitada por una relación de poder dispar.

Es decir, no se trata de ser puritanos con respecto a la atracción sexual, sino de entender que:

  1. las personas no van por la vida necesariamente buscando una relación en todo momento;
  2. la realización de una persona no depende necesariamente de su situación sentimental;
  3. que existen contextos apropiados para la búsqueda de una pareja y otros que no lo son.

 

La discusión que han traído a la mesa #MeToo y Time’s Up nos hacen preguntarnos qué es deseable y qué no, qué es aceptable para quién, y en qué medida las dinámicas románticas—e incluso del erotismo—están centradas en el placer del hombre. La respuesta no se antoja fácil ni evidente. Un caso representativo es el de una chica que denuncia haber tenido una terrible cita con el actor y comediante Aziz Ansari. Incluso cuando el ambiente haya sido apropiado y no exista necesariamente un componente coercitivo, este caso y muchos similares nos obligan a replantearnos los matices del consentimiento y de las dinámicas en las relaciones románticas. Podemos (y yo creo que debemos) distinguir entre violación, acoso, y una experiencia desagradable. Pero que algo no sea una violación no lo hace menos terrible, y que algo no arruine tu vida no lo hace aceptable. Fijarnos mejores estándares que “no fue violación” no parece exagerado o pedir demasiado. (Samantha Bee lo dice de forma más divertida en este video).

Un gran acierto de movimentos como #MeToo es buscar cambiar la cultura de la “conquista galante” en la que—al menos en las relaciones heterosexuales—los hombres asumen que para conquistar a la pasiva doncella deben luchar por su amor y por lo tanto no aceptan un no como respuesta. Y en esto es en lo que, me parece, las francesas se equivocan. El coqueteo y el deseo sexual no deben ser incómodos ni inoportunos. Pueden ser inesperados y emocionantes, pero nunca molestos. No se trata de tener una forma de consentimiento por escrito con firma de notario para poder besar a otra persona, pero sí de respetar cuando el otro no está interesado y, por supuesto, de reconocer si se está en una posición de poder que no dé mucho margen de maniobra. Si uno se reconoce en el otro, si le trata como un igual, conocer la respuesta a ambas interrogantes es bastante evidente. Al final, lo que busca y ha buscado desde siempre el feminismo (con todas sus diferentes expresiones) es eso: que hombres y mujeres seamos tratados como iguales.

Vuelvo al caso de los hombres poderosos cuyos abusos han salido a la luz a últimas fechas, pues en todos ellos existe por lo general, además del componente cultural, un aparato habilitador que les permite a los victimarios salirse con la suya y que orilla a las víctimas a permanecer en silencio. En el caso de Weinstein, este aparato era literalmente un sistema institucional conformado, entre otros, por los medios que amenazaban a las denunciantes a revelar historias comprometedoras que podrían afectar sus carreras, o asistentes que arreglaban los encuentros del productor con las actrices. Sin embargo, también es importante señalar como parte de este aparato a aquellos colegas que, sabiendo de su modus operandi, preferían guardar silencio y seguir trabajando con él por todas sus otras virtudes.

El caso de Weinstein, de nuevo, no es la excepción. Muchos actores y productores han elegido ignorar las acusaciones contra Woody Allen y “no privar al mundo de su genialidad” —incluso si toda su obra es una oda a las relaciones desiguales y a los hombres mayores acosando jovencitas. En los casos de académicos como el filósofo Thomas Pogge, las universidades en las que trabajó y sus colegas supieron por años sobre de las denuncias en su contra, pero prefirieron ignorarlas por ser uno de los profesores de Ética más famosos y por todas sus contribuciones al campo (la ironía). Los casos de las miles de mujeres que son acosadas sexualmente a diario en sus trabajos quedan sin castigo en muchísimas ocasiones porque los departamentos de recursos humanos no consideran que el acoso sea razón suficiente “para arruinarle la carrera a alguien por algo tan insignificante”.

Por supuesto, en todos los casos los perpetradores tienen la carga de la responsabilidad, pero podríamos también culpar a las muchas piezas del sistema que permiten que siga existiendo impunidad, a la falta de incentivos para que los hombres poderosos entiendan que no pueden hacer lo que deseen todo el tiempo. No es puritanismo, es justicia.

Existe un peligro muy real en considerar estos episodios como parte de la galantería y no como lo que son: hostigamiento y acoso. El peligro es que permanezcan en la cultura de lo aceptable. Quienes prefieren mirar al otro lado, minimizar las acusaciones y reducirlas a “la libertad de importunar”, y quienes nos urgen a pensar primero en las muchas cualidades de los victimarios, son parte del problema.

La injusticia sistemática contra las mujeres en el entorno laboral

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamg).

Diego Otero publicó una respuesta a mi texto sobre las cuotas de género como mecanismo temporal para alcanzar la igualdad en los espacios de influencia, por lo que ofrezco mi réplica a algunos de los puntos que toca.

Diego comienza expresando que él sí cree que las diferencias de género han resultado en tratos injustos para las mujeres, pero utiliza su texto para ofrecer muchas razones para argumentar que el desequilibrio que observamos no es tan injusto. Explica cómo éste se debe en mayor medida a que ellas trabajan menos, a las profesiones que eligen y a sus decisiones personales. Ignora muchos de los sesgos y prejuicios que enfrentan las mujeres para tomar esas decisiones.

Habla por ejemplo de cómo el 30% de las mujeres “decide no entrar al mundo laboral” y de la elección de las mujeres para “dedicarse a otros campos, o a trabajar menos horas”. Sobre ello hablé en la primera entrega de esta serie, en la que expongo cómo pertenecer a la fuerza laboral no necesariamente es una decisión 100% libre, ni 100% existente para todas las mujeres. En cambio, es producto en muchas ocasiones de las probabilidades de que el ingreso de los hombres sea mayor, o que sean ellos quienes tengan una carrera con potencial. Muchas mujeres se quedan en sus casas a realizar labores domésticas y de cuidado de los hijos porque se asume que ésta es una tarea inherentemente femenina, es decir, por roles de género que las excluyen de la vida laboral. Quienes teniendo la opción, deciden no participar del mercado laboral y dedicarse a sus hogares y al cuidado de sus hijos, tienen todo el derecho de hacerlo y de que su decisión sea respetada. Sin embargo, asumir que todas las personas que lo hacen están ahí por decisión personal, libre y voluntaria, es una visión sesgada.

Ahora, si nos enfocamos únicamente en las mujeres que componen la fuerza laboral y las áreas en las que las mujeres se especializan, Diego señala que “Las mujeres que estudian en las áreas de ciencias sociales, administración, derecho, ingeniería o ciencias naturales y de la computación suman solo el 33.4% del total de la matrícula universitaria en 2015.” Lo que no dice es que los hombres en las mismas áreas conforman el 40.6% de la matrícula. Esta diferencia es muy pequeña como para explicar que las posiciones de influencia a las que tradicionalmente conducirían estas profesiones, estén dramáticamente dominadas por hombres. Incluso en las profesiones en las que se especializan–educación y salud, por los datos que Diego comparte–tampoco vemos un liderazgo aplastantemente femenino (la Secretaría de Educación por ejemplo, tiene cinco Subsecretarias. Cuatro de ellas las ocupa un hombre).

Una estadística me llama la atención, sobre todo por el peso que Diego le da a lo largo de su texto: “En promedio las mujeres trabajan 12.4% menos horas por semana que los hombres.” Esto podría explicarse por muchos motivos que Diego omite mencionar: por ejemplo, que las mujeres tienen en una mayor proporción trabajos de medio tiempo, o que más de los trabajos que realizan pertenecen a la economía informal. La Organización Internacional del Trabajo señala, de hecho, que las mujeres trabajan en total más horas que los hombres, diferencia que se explica en parte por el número de horas extra que ellas destinan al trabajo doméstico no remunerado, incluso tomando en cuenta a las mujeres que tienen un trabajo de tiempo completo fuera del hogar. Y como ya lo expuse antes, el trabajo no remunerado también tiene una aportación económica, tanto en el hogar, como en la economía en su conjunto.

Además, del hecho de que en promedio las mujeres trabajen menos horas, no se sigue que ellas trabajen menos horas que sus pares masculinos en los mismos campos, en los mismos puestos o en la misma empresa, y que por ello sea previsible que los hombres sean promovidos en mayor medida. Esta es una extrapolación inválida.

Diego también señala que no hay necesidad de obligar a la gente que no tiene interés en ocupar estos espacios de decisión a que lo hagan, y que deberíamos aceptar las consecuencias de las decisiones de los individuos. De ello solo diré que nadie está sugiriendo que para cumplir con ciertas cuotas de género se nombrará chief economist del Banco de México a una mujer que de hecho quería ser maestra de preescolar. Argumentar eso es precisamente caer en la falacia de que no existe ninguna mujer apta para estos puestos. No siempre tienen siquiera que ser parte de los candidatas finales para algún puesto, pero que casi nunca lo sean es revelador.

Algunos podrían argumentar que si con cuotas se le asigna un cargo a mujeres aptas pero que no son las mejores para el puesto, existe injusticia, mientras que si los puestos se le dan a las mujeres porque de hecho son las mejores, entonces no se necesitaban cuotas. Sin embargo, las mujeres que sí son las mejores candidatas, en muchas ocasiones no obtienen los puestos a los que aspiran. Y esa es precisamente la injusticia que me parece que las cuotas pueden ayudar a resolver. Al obligarnos a buscar un equilibrio en las posiciones de influencia–y de hecho en toda la cadena de ascenso–las mujeres que sí son candidatas ideales pero que son ignoradas, tienen un piso más parejo para que se les tome en cuenta. Tal como mencioné en el texto original, el problema no se resolverá de fondo solo con cuotas, pero hasta que no haya posibilidades de entrada y ascenso niveladas para todos, la implementación de políticas de acción afirmativa puede empujar a las organizaciones a que poco a poco nivelen sus estructuras y sus esquemas de ascenso y que, poco a poco, se vuelvan más justos.

El tema del interés es sin duda complejo pues es difícil diferenciarlo de la construcción social y de los roles de género. Pero creo que es simplemente falso decir que las mujeres no están accediendo a estos puestos porque no los quieren. Si no hubiera interés, no estaríamos teniendo esta discusión. Está más o menos probado que a las mujeres no se les toma en cuenta. Anécdotas y experimentos sobran.

Apenas esta semana, Ellen Pao, quien en 2015 demandó por discriminación a la firma de capitales de riesgo para la que trabajaba, publicó un libro sobre su batalla perdida en Silicon Valley. Vale la pena leer su experiencia pues da muy buena idea del nivel de exclusión, de hostilidad laboral y de discriminación que enfrentan las mujeres y de lo poco interesados que están los hombres en incluirlas o en que “se sienten a la mesa”.

Diego propone que en lugar de hablar de barreras estructurales deberíamos pensar en condiciones sociales. Cabe aclarar aquí que con barreras estructurales me refiero a las injusticias y tratos discriminatorios sistemáticos que sufren las mujeres por el hecho de serlo. Y precisamente culpo a las condiciones sociales de construir estas barreras. No creo que puedan ni deban separarse. Esas condiciones sociales y los roles que asignamos por género desde la infancia limitan el avance de las mujeres, pues dictan qué pensamos a priori de cada quien.

Olvidémonos por un momento del sector público, pues como bien señala Diego, que en dicho ámbito existan mujeres decidiendo sobre temas que les atañen no es trivial, no sólo en aras de la equidad de género, sino por el propósito mismo de los gobiernos representativos. Aunque concuerdo en que las empresas, organizaciones e instituciones académicas no necesitan ser una muestra perfectamente representativa de la población, el hecho de que las proporciones en las primeras se aleje tanto de la distribución poblacional, nos hace preguntarnos cuáles son los factores que hacen que esta diferencia sea tan grande. ¿Son las profesiones que eligen de entrada? ¿son sus intereses? ¿es algo en su naturaleza? ¿son sus capacidades? ¿son las horas que trabajan? Ya hemos respondido a todo ello que no necesariamente. ¿Podemos conceder entonces que existen ciertos sesgos y desventajas para las mujeres que no enfrentan los hombres? ¿Podemos conceder que muchos espacios laborales son hostiles para las mujeres de formas en las que no lo son para los hombres? ¿Podemos conceder que no se les juzga bajo el mismo estándar siempre?

Al respecto, creo que es importante señalar además que la mínima visibilidad y presencia de las mujeres en prácticamente todos los espacios de decisión, sí son un problema en sí mismos. También lo son los prejuicios sobre los roles que cada quien desempeña en la sociedad, porque cuando una persona incursiona en lo que “no le toca” se le cuestiona y exige bajo un estándar de excepcionalidad muy injusto. Citaré aquí a una diplomática para la que trabajé hace algunos años: “igualdad real habrá el día en que haya el mismo número de mujeres mediocres en espacios de influencia como hoy hay hombres mediocres”. Y sí.

En algo concuerdo plenamente con Diego: en que “parece [que estoy] pensando en un esquema de discriminación generalizado que está presente en todos los ámbitos de la sociedad.” Y aquí seré más radical de lo que he sido en entradas anteriores y tal vez en ello radique nuestra diferencia fundamental. Sí, creo con total convicción que existe un esquema de discriminación generalizada que afecta de forma sistemática a las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad. Creo que hay una discriminación profunda y arraigada en la que los prejuicios sobre lo que las mujeres deben y pueden hacer genera ventajas para los hombres que, aunque a veces minúsculas, se van acumulando hasta propiciar que tengamos una sociedad liderada por ellos en prácticamente todos los sectores. Creo que existen roles de género que afectan tanto a hombres como a mujeres, pero en gran medida estos son discriminatorios porque consideramos lo femenino como inferior. Creo que vivimos en un sistema injusto y patriarcal en el que el propio entorno laboral y el esquema oficinista de 9 a 6 fue creado por y para hombres que no tienen que preocuparse por minucias como amamantar a un bebé de 3 meses; en el que las mujeres que sí logran tener puestos de influencia son cuestionadas siempre sobre cómo balancean su vida profesional y familiar, cuestionamiento que casi nunca se le hace a los hombres; en el que más de un cuarto de las mujeres reportan haber sufrido violencia laboral, la mitad de ellas de índole sexual. Creo que existe una discriminación sistemática en la que el privilegio que los hombres han tenido de forma histórica no es cuestionado con la misma fuerza con la que se cuestiona a las mujeres que se dedican a cosas que no van de acuerdo a ese “constructo social”.

A todo lo anterior me refiero cuando hablo de barreras estructurales: a  los pequeños desbalances que se acumulan y que casi siempre benefician a los hombres (aquí hay una simulación matemática que lo explica). Pedir contrarrestar este desequilibrio no es opresión, es justicia.

Podemos discutir si las cuotas de género son un mecanismo ideal para contrarrestarlo. Yo, en lo personal y como ya lo mencioné, creo que sí lo son porque nos obligan a confrontar nuestros propios sesgos y prejuicios. Nos obligan a ver a personas capaces y que tenemos frente a nuestras narices, pero que no se nos ocurren en primera instancia.

No sugerí ni sugiero que sea el Estado el encargado de vigilar su cumplimiento o imposición. Creo que el equilibrio en los espacios de decisión, tanto del sector público como en el privado es en sí mismo deseable, y que proponer cuotas voluntarias y paulatinas, es un buen sistema para lograrlo. No es un mecanismo único ni exhaustivo, pero creo que es un mecanismo necesario hasta que exista un piso realmente parejo.

Diego señala que yo ”tendría que probar que mujeres con la misma experiencia y que dedican el mismo tiempo y esfuerzo que sus pares masculinos, en general, no tienen las mismas oportunidades”. El problema con injusticias como éstas es que a nivel individual es muy difícil probarlo. ¿Cada vez que se elige a un hombre sobre una mujer para un ascenso o un puesto hay discriminación? No necesariamente. Pero cuando esto sucede de forma sistemática y constante, podemos sacar algunas conclusiones. Para este tema en particular ya hay un término: se llama techo de cristal.

Desigualdad, injusticia y cuotas de género

Por Diego Otero Angelini  (diego_otero1[at]hotmail.com ︱ @doteroangelini).

Comparto con Jimena Monjarás el deseo de que el mérito sea la causa de las condiciones vitales de las personas. De igual modo, compartimos la convicción, irrefutable, de que vivimos en sociedades donde las diferencias de género han conducido a tratos desiguales y en ocasiones injustos (aunque yo creo que dicho trato no solo ha generado circunstancias adversas para las mujeres). Lo que no comparto es la idea de que las cuotas de género son una respuesta adecuada, al menos no en los casos que ella propone aquí, para atacar el problema de la desigualdad.

Jimena expone algunos datos sobre la desigualdad de género en los espacios de toma de decisión en las esferas pública y privada, todos preocupantes para la realidad nacional. Pone el dedo en la llaga y nos deja ver que hay un problema. Existen, según expone, tres categorías para explicar estas desigualdades: la primera supone que las mujeres no tienen capacidad, la segunda que las mujeres no están interesadas por los puestos y la tercera que existen barreras estructurales que las limitan.

Dados los límites de este medio no vale la pena profundizar en la primera; es claramente falsa y profundamente impopular: en México, la Encuesta Mundial de Valores identificó en el 2012 que cerca del 80% de los mexicanos está en contra de la idea de que los hombres son naturalmente mejores ejecutivos de negocios (solo el 5.5% de los encuestados pensó que sí lo son definitivamente). Aunque cualquier número que niegue la igualdad moral e intelectual entre hombre y mujeres es demasiado alto, este dato es alentador.

Ahora bien, cuando entramos a la exposición de la segunda y tercera categoría la cuestión se dificulta. Al diferenciarlas, Jimena asume que si aceptamos que existen diferencias en intereses ente los géneros tenemos que justificarlas desde la naturaleza humana. Sin embargo, se equivoca.

En su texto afirma, acertadamente, que no hay nada en la naturaleza de hombres y mujeres que justifique la diferencia en los intereses de un modo relevante para la ocupación profesional. Aceptando eso y sus parámetros, no queda claro cómo podríamos explicar que, al menos en México, las mujeres se matriculan, consistentemente cada año, en áreas de estudio dedicadas a la educación 260% más que los hombres o en las de la salud 100% más. Tampoco que la proporción es inversa en el área de ingeniería y construcción, donde los hombres dominan en número (véase aquí).

El hecho de que a los hombres les gustan o interesan unas cosas y a las mujeres otras no es nuevo. ¿Por qué suponer la igualdad intelectual y moral conduce a catalogar estas diferencias como ilegítimas o injustas de entrada? Decir que a los hombres y mujeres les interesan cosas distintas no necesita más que afirmar que la experiencia vital de tener un género, aun si afirmamos que es culturalmente construido, ayuda a conformar una comprensión del mundo, con sus intereses, influenciada por dicho género. Eso no significa que todas las diferencias sean buenas o estén justificadas. Cuando no lo están podemos y debemos procurar su cambio, como hemos hecho en ocasiones aunque todavía quede más por hacer.

Ahí radica, a mi parecer, la deficiencia más grande de su argumento: todo lo que no se justifique en la naturaleza, es una “barrera estructural”. Las palabras son relevantes y, en este caso, iluminan mucho. Cuando decimos que los intereses culturalmente formados son parte de una barrera, parece que suponemos que las mujeres, en general, no quieren, o no deberían querer, lo que dicen querer (en el caso de que el acceso a posiciones de poder les sea menos atractivo en mayor proporción). El impacto de la cultura en la formación de intereses diferenciados por el género parece ser ilegítimo para Jimena en todos los casos que no conduzcan a posiciones de poder.

¿A qué nos referimos por barreras estructurales? Jimena parece estar pensando en un esquema de discriminación generalizado que está presente en todos los ámbitos de la sociedad. De él nos dice que sería ingenuo pensar que “no ha beneficiado a los hombres de forma histórica”. Sin embargo, me pregunto: ¿el acceso a ciertas posiciones es un beneficio aunque no se desee? Asumiendo que una persona tiene la libertad de elegir su profesión (como hoy sucede en México), ¿es perjudicada si no ocupa posiciones de poder?

Lo plantearé de otro modo. Si sostenemos que los hombres y las mujeres no pueden ser en general diferenciados en capacidades (con lo que estamos de acuerdo) pero sí en sus intereses (lo que es un hecho verificable), ¿no hay razones suficientes para esperar que no compartan en igual proporción los lugares que les interesan menos? Tomemos en cuenta los siguientes datos tomados de Inmujer y del Inee:

  1.  Las mujeres que estudian en las áreas de ciencias sociales, administración, derecho, ingeniería o ciencias naturales y de la computación suman solo el 33.4% del total de la matrícula universitaria en 2015.
  2. En promedio las mujeres trabajan 12.4% menos horas por semana que los hombres (véase aquí).
  3. Si bien la proporción de estudiantes universitarios es muy similar (independientemente de qué estudien), la tasa de ocupación para personas con estudios superiores es para hombres de 91.1 y para mujeres de 73.1.

Aunque esta lista no es exhaustiva, al menos me permite plantear las siguientes preguntas:

  1. Dado que las mujeres tienen proporcionalmente menor interés por áreas en las que el acceso a posiciones de poder está más cercano, ¿no es normal que estén en proporción menor en esos puestos?
  2. Si aceptamos que menos mujeres tienen interés en esos campos de estudio y agregamos que, aun cuando son el 50% de la población estudiantil universitaria, casi el 30% de ellas decide no entrar al mundo laboral, ¿no es normal que la proporción sea aún menor en puestos de poder?
  3. Ya que las mujeres que sí se interesan por esos campos y de hecho entran a trabajar en ellos tienden a trabajar menos horas por semana que sus pares masculinos, ¿no es previsible que sean promovidas en menor proporción?

Si pensamos que las decisiones de mujeres que deciden dedicarse a otros campos, o a trabajar menos horas (por las razones que sean), o a no trabajar en lo absoluto son libres, en función de sus intereses, y no por imposiciones injustas (barreras estructurales) de la sociedad, no me queda claro por qué sería necesario llevar a cabo una política pública como las cuotas de género para remediar las decisiones libres de ciudadanas libres. Jimena tendría que explicar por qué estas mujeres no saben lo que quieren.

Si en lugar de hablar de barreras estructurales pensamos en condiciones sociales, nos damos cuenta que hay casos en que es importante respetar las decisiones de individuos aunque no nos gusten las consecuencias sociales que generen. Aunque personalmente tengo la convicción que las mujeres deberían buscar desarrollarse profesionalmente cuando así lo deseen, no estoy seguro de querer usar el poder del Estado para compensar que muchas de ellas no lo piensen así para sí mismas.

Por cierto, decir que las diferencias de representación de género se explican por otras casusas no niega que exista la discriminación de género; sin embargo, contrario a lo que parece opinar Jimena, ésta no es la única causa de injusticias en el mundo profesional: Jorge Kahwagi no fue diputado por ser hombre del mismo modo que Carmen Salinas no es diputada por ser mujer.

No me queda claro que las cuotas de género contribuyen a la meritocracia en la industria privada. Creo que, para justificarlas, Jimena tendría que probar que mujeres con la misma experiencia y que dedican el mismo tiempo y esfuerzo que sus pares masculinos, en general, no tienen las mismas oportunidades. Esto no quiere decir que yo niegue la utilidad de las cuotas de género en todos los ámbitos, en política democrática creo que la cuestión es distinta.

Una finalidad del gobierno democrático es buscar la representación de intereses de los ciudadanos. Una de las características que deben tener los representantes es la de representar dichos intereses. Garantizar la participación de mujeres en el gobierno, en tanto mujeres, a través de una cuota puede cumplir la función de garantizar que sus intereses tengan representación. Es decir, podemos afirmar que el gobierno necesita contar con mujeres en un número adecuado simplemente para poder funcionar correctamente. Esto es así porque la lógica de la representación pública no es la misma a la de la productividad económica. Aunque esto es tema para otra entrada.

No, el feminismo no ha llegado demasiado lejos (2 de 4)

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamg)

 Cada vez que se señala la falta de mujeres en paneles, gabinetes, incluso articulistas de periódicos, siempre hay alguien que argumenta que si las feministas de verdad quisiéramos igualdad, los puestos deberían ser ocupados por mérito, sin importar el género. Que con cuotas u otras acciones afirmativas, se discrimina a los hombres y se coloca de forma arbitraria a una mujer en un cargo sin importar su capacidad. Estas respuestas no sólo me parecen falaces sino incluso, en cierto sentido, peligrosas.

Hablemos primero de cómo estamos hoy por hoy en términos de acceso a los espacios de decisión. En México el 51% de la población es mujer. Sin embargo, hay sólo 3 mujeres titulares de las 20 secretarías de estado (15%)y 26 mujeres titulares de 124 subsecretarías (menos del 16%). Solo el 4% de las empresas mexicanas cuentan con una CEO mujer y el 86% de los puestos de alta dirección aún le pertenecen a los hombres. Entre los principales diarios de circulación nacional es muy baja la participación de mujeres  entre articulistas y líderes de opinión. En el Sistema Nacional de Investigadores, únicamente un tercio son mujeres. Es decir, las mujeres no están llegando a los puestos de decisión ni en el sector privado ni académico, no participan de manera equitativa de la vida política y no tienen una opinión que sea escuchada con el mismo volumen.

Las razones que explicarían lo anterior se pueden englobar en tres categorías muy generales: 1) las mujeres no tienen la capacidad; 2) las mujeres no tienen interés; o 3) existen barreras estructurales que limitan su ascenso en la escalera de la decisión e influencia.

Veámos el tema de las aptitudes o las capacidades adquiridas, las variables objetivas y medibles, y de cómo éstas determinan quién tiene acceso a qué posiciones (más adelante retomaré el tema para evaluar cómo se ha definido el mérito y cómo ha influido en la asignación de cargos en el pasado). Por primera vez en la historia, las mujeres en México cuentan con niveles educativos iguales, o incluso ligeramente superiores a los de los hombres; como nunca forman parte de la población económicamente activa; y durante los últimos 40 años han incrementado de manera sostenida su participación en el mercado laboral. Si el mérito académico y experiencia profesional medible fueran requisitos únicos de acceso y ascenso, veríamos sectores con estadísticas más o menos similares a las de las tasas de graduación por género, por ejemplo. Sin embargo, las estadísticas distan mucho de ese escenario. El argumento de las credenciales profesionales y los parámetros medibles y objetivos no parecen explicar por qué las mujeres se quedan en el camino.

Y claro, se podría decir que las credenciales en el papel no son suficientes para obtener un cargo en particular. Lo que nos lleva a la segunda hipótesis: las mujeres simplemente no buscan estas posiciones y no hay razones para ofrecérselas nada más porque sí. Los argumentos giran en torno a que “las mujeres inherentemente no tienen interés en ciertos temas”; que “por su naturaleza se desempeñan mejor en ciertas profesiones”; que los hombres tienen habilidades naturales para la ciencia y las mujeres para lo social”; que “sucede que los hombres por naturaleza son líderes”; etcétera.

El espacio no me da para exponer aquí toda la evidencia que contradice el argumento de las diferencias biológicas y naturales, pero me quedo con este estudio que explica cómo, a pesar de existir diferencias estructurales en el cerebro de hombres y mujeres, el intrincado mosaico que compone la mente humana no puede ser categorizado de forma binaria. De la misma manera, existe bastante evidencia que demuestra que los hombres no tienen por naturaleza mayores habilidades para las matemáticas o las ciencias, ni que las mujeres sean mejores para hacer varias cosas a la vez. Estas diferencias se correlacionan con mucha mayor precisión con factores culturales y/o educativos.

La controversia desatada en los últimos días con este memo de un –hoy– ex-empleado de Google, es un buen ejemplo de lo anterior. El autor del memo explica que no deberíamos necesariamente buscar una paridad entre géneros porque los números no dan. Que si de hecho quisiéramos un 50% de mujeres en el campo, las empresas tendrían que contratar a gente que está en su casa muy campante haciendo macramé, y no a “los más aptos”. Y es que hoy en día ser programador de una empresa como Google es un trabajo codiciado y, en cierta manera, de poder. El 75% de la profesión está compuesta por hombres. Sin embargo, si nos remontamos a los orígenes de las ciencias computacionales, observamos que éste era un sector predominantemente femenino, en parte por la cantidad de trabajo mecánico involucrado (por ser talacha), y porque muchas de las grandes contribuciones y descubrimientos fundamentales fueron hechos por mujeres. ¿Las mujeres de pronto perdieron el interés? Tal vez no. Quizá conforme el campo se fue volviendo relevante, más hombres se interesaron en él hasta dominarlo, y ahora, parece, buscan argumentos racionales post hoc para explicar la composición demográfica del campo.

Fuera de los roles que la sociedad ha determinado culturalmente como femeninos y masculinos, y de la falta de oportunidades que enfrentan las mujeres para de hecho perseguir una carrera profesional plena, no parece haber mucha evidencia para demostrar que los hombres y las mujeres tienen de manera intrínseca intereses diferentes.

Lo anterior me lleva a la tercera la hipótesis: son las barreras estructurales las que limitan la participación de las mujeres en prácticamente todas las esferas de decisión. No me parece descabellado pensar que sí existen muchas mujeres con las capacidades, las credenciales, y el interés en ocupar dichos cargos, pero que existe un sesgo, no del todo implícito, que limita su avance.

Virginia Valian detalla el papel de dichos sesgos en su libro Why so slow? (Por qué tan lento?). Explica que hemos desarrollado preconcepciones e hipótesis sobre las diferencias entre hombres y mujeres que hacen que evaluemos el desempeño, las capacidades y las contribuciones de cada género de manera distinta. Que cuando los hombres interrumpen de forma habitual a las mujeres, o cuando más a menudo se elogian los comentarios de los hombres, aún cuando las mujeres tengan también comentarios que aportan, por ejemplo, se van acumulando pequeños desbalances y desequilibrios. La acumulación gradual de estos desequilibrios propicia que cuando sea necesario pensar en un candidato para el ascenso, dada la “evidencia” –desbalanceada– a favor de los hombres se piense de forma automática ellos y no en ellas.

Retomo ahora el tema del peso que ha tenido y tiene realmente el mérito. Por un lado, decidir quién merece ocupar un cargo dadas condiciones muy similares entre candidatos muy similares, es siempre un poco subjetivo. Las personas no somos una tabla de puntos perfectamente comparables. Incluso me atrevería a señalar que algunos factores, como la diversidad, son elementos deseables en una organización y que eso también debería tomarse en cuenta, pero ese es otro tema del que podría escribir otro post completo (o varios).

Por otro lado, creer que esta subjetividad –casi inevitable– no ha beneficiado a los hombres de forma histórica, sino que hasta ahora han sido siempre ellos los más aptos, es, en el más generoso de los casos, ingenuo. La excepcionalidad exigida a las mujeres es muy sorprendente, sobre todo dada la enorme cantidad de hombres mediocres o incapaces que hoy ocupan los puestos a los que ellas aspiran. ¿“El mejor candidato sin importar el género” es un argumento válido para explicar que Jorge Kahwagi haya sido diputado federal? No nos engañemos, el estándar no es el mismo. Y me parece que ahí radica el peligro de la falacia . Argumentar que las mujeres no ocupan estos espacios porque sus capacidades en general son diferentes a las de los hombres y no porque hay una diferencia entre los estándares bajo los cuáles se les juzga, perpetúa estereotipos sobre los roles que sí desempeñan las mujeres y, peor aún, sobre aquellos a los que no tienen acceso.

La discriminación positiva o las acciones afirmativas son protecciones excepcionales para garantizar acceso de grupos históricamente discriminados a un sector, remediando el desequilibrio que les impide tener igualdad de oportunidades. Las cuotas de género son acciones artificiales que buscan remediar que, hoy por hoy, ser mujer sea una vulnerabilidad.

Estas cuotas no buscan que cualquier mujer pueda ocupar un cargo, sino remediar, al menos de forma temporal, el hecho de que existen de forma innegable mujeres que cumplen con los requisitos para estar sentadas en la mesa, pero que no pueden ni asomarse a la fiesta por existir barreras implícitas –y muchas veces explícitas– derivadas de su género. Nos obligan a voltear a ver un grupo que ha sido ignorado de manera histórica y sistemática y explorar si en él hay candidatas ideales para los puestos en cuestión (spoiler: sí las hay).

Las cuotas y acciones afirmativas en sí mismas no van a resolver el problema de falta de acceso de fondo ni del todo. Como lo he explicado en entradas anteriores, el sexismo está muy arraigado y la discriminación y la violencia son problemas que requieren de muchas soluciones desde distintas trincheras. Por desgracia, algunos mecanismos correctivos por sí sólos han probado no ser universales o 100% efectivos, como los procesos de selección ciegos, por ejemplo. Un buen paso (ni siquiera primer paso), creo, es voltear a ver al 51% de la población y preguntarnos cómo podemos incluirlo en la toma de decisiones.

Exigirle a quienes toman las decisiones y han tenido la sartén por el mango desde siempre que incluyan a la mitad de la población en su Club de Tobi, no parece ser una petición desmedida.
En la siguiente entrega de esta serie hablaré de barreras que lastiman a las mujeres en otro ambiente: el de pareja. De los roles y obligaciones sociales que se le imponen a la mujer, de las expectativas del amor romántico y de cómo el feminismo no ha “arruinado el amor”.

 

Vivos los queremos

* Foto para Animal Político por Manu Ureste (@ManuVpC)

 

Por Daniel Vázquez (sdv[at]cedhmx.org | @danvazh).

¿Cuál debe ser la respuesta del gobierno ante acontecimientos tan atroces como los que ocurren en México? Pienso en los estudiantes desaparecidos en Iguala, los feminicidios, periodistas asesinados, las fosas clandestinas, tragedias como el incendio de la guardería ABC, solo por mencionar algunos casos.

En un país en donde no se cumplen ni con los mínimos estándares de justicia, transparencia y respeto de los derechos humanos, la respuesta puede parecer obvia. Muchos nos conformaríamos con el respeto a las leyes existentes y con servidores públicos que trabajen sin mordidas y tratos preferenciales. Nos “daríamos de santos” si la impunidad disminuyera un poco y si las declaraciones de nuestros gobernantes expresaran un mínimo de decencia y empatía.

Sin embargo, esta es una actitud de conformismo y derrotismo. Con ella, nos escudamos para justificar nuestra inacción y, así, escondemos nuestra complicidad con la situación del país. Son excusas que usamos cuando juzgamos a alguien que exige no lo mínimo, sino lo justo y lo correcto. Tachamos de “idealista” a cualquiera que reclama más de lo que la realidad política inmediata parece permitir. Pero en el fondo somos unos hipócritas. Sabemos que esa realidad no permite casi nada y que si solo apoyamos propuestas «viables» y «realistas” nunca saldremos de nuestra miseria. Y a sabiendas de todo esto, aún tenemos el descaro de quejarnos. Nos lamentamos de que en México no pasa el tiempo porque la mediocridad nacional se perpetúa década tras década.

La primera vez que escuché la consigna “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” sentí tristeza, rabia e impotencia. Mi segunda reacción fue, para mi vergüenza, la de este derrotismo hipócrita. Una indignación lejana y autocomplaciente, capaz de impulsarme a leer, discutir con los amigos, quejarme y estar a punto de compartir enlaces en mis redes sociales. Lo mínimo para sentirme un ciudadano informado, pero nada, absolutamente nada más.

Mi cinismo empeoró. Con toda mi incapacidad para la empatía, pensé: “Están pidiendo lo imposible.” “El gobierno podría hacer o haber hecho mejor mil cosas, pero no va a poder regresar a esos estudiantes vivos.” Después me puse en los zapatos de los padres y madres de los normalistas. Si mi hijo estuviera desaparecido, me resultaría moralmente repugnante que un desconocido se sintiera con el derecho de plantease escenarios que asumen que mi hijo está muerto. Pero no es que la demanda de las familias dependa o surja de mi solidaridad compasiva. Lo que demandan es una toma de responsabilidad, justicia y verdad. Las autoridades tienen la obligación de realizar la búsqueda de los desaparecidos, proporcionar información confiable y clara, dar reparación y garantizar la no repetición.

Sin embargo, me quedé pensando si exigir «Vivos los queremos» es tan solo una exigencia simbólica. ¿No es acaso lo justo y lo correcto exigir que regresen a los estudiantes vivos? Más radical aún, ¿no es esa la exigencia que deberían hacer las familias de los niños y niñas de la guardería ABC, las de las mujeres asesinadas, las de todos los muertos por asesinato sin importar si la debían o la temían? El que sea una exigencia imposible, ¿significa que ya no es la correcta?

Muchas personas piensan que ninguna persona o institución tiene la obligación de hacer lo imposible. Y esta es una idea que suena razonable hasta que uno considera casos como los arriba mencionados. Lisa Tessman, en su libro Moral Failure: On the Impossible Demands of Morality, propone una solución diferente. Tessman reconoce que muchas veces existen exigencias morales que no son negociables, incluso si son imposibles de satisfacer. El resultado es un inevitable fracaso moral. Un ejemplo es tener que decidir entre salvar a uno de dos hijos. Dado que la exigencia moral es proteger a ambos, el resultado, se escoja a quien se escoja o no se escoja a ninguno, es el fracaso moral. El que nos hayamos enfrentado a una decisión absolutamente imposible, impensable, no es ningún consuelo.

Esto, sin embargo, no solo aplica a los individuos sino también a las responsabilidades del Estado. Tessman usa en su libro varios testimonios del holocausto, pero las atrocidades en México tienen una estructura similar. Nuestro gobierno tiene el deber no negociable de proteger a todos sus ciudadanos. Si las autoridades no cumplen con dicha exigencia fracasan; incluso si en determinado tiempo y lugar, debido a limitaciones de cualquier tipo, era imposible cumplir con ese deber. Entonces, aunque exigirle a las autoridades que regresen vivos a todos nuestros conciudadanos sea imposible, no por ello es una demanda inválida, injustificada o exclusivamente simbólica.

Aquí es cuando regreso a mi pregunta inicial. ¿Cuál debe ser la respuesta del gobierno? Alguien podría pensar: la exigencia es imposible, el gobierno no debe hacer nada porque no hay nada que pueda hacer. Pero esto es falso. Es cierto que el gobierno no puede cumplir con la exigencia moral; sin embargo, puede, además de garantizar justicia y no repetición, reconocer de manera clara y abierta su fracaso.

Esto implica aceptar que se ha incurrido en una deuda impagable y se ha cometido una trasgresión irreparable. Es reconocer que el país tiene una herida que nunca cerrará. Se tiene que levantar monumentos y memoriales que nos recuerden estas historias y el dolor que han causado. No es solo evitar que estas atrocidades se repitan sino transformar la manera en que nos definimos como sociedad. Si como país no aceptamos nuestros fracasos como lo que son, no habrá forma de madurar y salir adelante. Por lo tanto, sí, vivos los queremos a todos.

Vivos los queremos, vivos los queremos, vivos los queremos. 

No, el feminismo no ha llegado demasiado lejos (1 de 4)

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamg)

En fechas recientes, varios casos de feminicidio y acoso han impactado a la opinión pública mexicana. Es común que, tras un evento así, las mujeres se organicen y alcen la voz. Por supuesto, esto conlleva su subsecuente rechazo, trolleo y cuestionamiento de motivos. Como el tan de moda “feminazi” demuestra, pedir un estándar mínimo de justicia y exigir una vida libre de violencia, son, para algunos, imposiciones de un régimen dictatorial solo antes visto en el Tercer Reich.

Sin embargo, también son muchas las opiniones de quienes, a pesar de estar a favor de la igualdad de género y conceder que aún hay camino por recorrer, lamentan que el feminismo “ya ha llegado demasiado lejos.” Estas personas piensan que las exigencias de las feministas son exageradas, o que “las formas no son las correctas.” En esta serie me gustaría argumentar por qué difiero de dichas posturas.

En entradas anteriores he sugerido algunas explicaciones sobre la importancia de la búsqueda de igualdad para las mujeres y lo perjudicial de los micromachismos. Sin embargo, aquí en particular, me gustaría abordar cuatro argumentos que, al menos en mi experiencia personal, aparecen de forma recurrente para atacar en su conjunto a los movimientos feministas e invalidar su existencia. Durante cuatro entradas consecutivas abordaré cada uno de estos argumentos en este espacio.

Por supuesto, no pretendo hablar por todas las feministas, ni por todas y cada una de las distintas corrientes. Sobre todo porque existen argumentos y posturas en un muy amplio espectro, y porque los muchos feminismos (así, en plural) difieren en sus objetivos y expresiones. Yo más bien concuerdo con Catalina Ruiz Navarro en que la pluralidad de ideas, lejos de una desventaja para el movimiento, lo hace más rico: “no tener que estar obligada a una postura es de las cosas más bonitas de ser feminista. En vez de ser una lista de mandamientos, los feminismos son una permanente conversación.” Pero esa es otra discusión en la que no entraré por ahora, sobre todo porque ya muchas voces lo han hecho mucho mejor de lo que yo lo podría hacerlo.

 

 “Pero ¿qué hay de quienes deciden de manera libre quedarse en su casa y ocuparse de sus hijos? El feminismo menosprecia el trabajo del hogar y el cuidado de los hijos.”

 

El primer argumento que me gustaría abordar es el lugar común de que todas las feministas odian a las amas de casa. En primer lugar creo que es importante señalar que son muy pocas las personas que de hecho tienen la opción de decidir si trabajan fuera del hogar o no. Muchas madres solteras no tienen otra alternativa y otras familias no podrían subsistir con un solo ingreso. Por otro lado, lo que muchas feministas defienden no es que esté mal decidir cuidar a los hijos y dedicarse al hogar. Lo que critican es la desproporción en la que las mujeres realizan estas labores, su imposición cultural como algo inherentemente femenino y su desprecio como aporte económico al hogar.

El argumento, más bien, es que el trabajo del hogar es cuantificable en términos monetarios. Esto quiere decir que quienes se ocupan de sus hogares y del cuidado de los hijos también aportan a la economía familiar. Sin embargo, en su mayoría este trabajo no se percibe como tal y quienes lo realizan son, en su enorme mayoría, mujeres. Y sobre todo, las razones por las que las mujeres no trabajan fuera del hogar no es, en muchas ocasiones, por voluntad propia.

Pagar por el trabajo doméstico es un lujo que pocas personas en México pueden darse, y, dado que alguien tiene que hacerlo, muchas parejas se ven en la necesidad de decidir quién permanecerá en el mercado laboral y quién se ocupará del trabajo del hogar no remunerado. No tocaré por ahora el—muy lamentable pero frecuente—caso de quienes consideran que la realización profesional de los hombres es más importante, o que “el lugar de la mujer es en la casa.” Pero sí diré que dada la brecha salarial, dado que las probabilidades de que el ingreso de los hombres sea mayor, y dado que la posibilidad de que sean ellos quienes tengan una carrera con futuro, no es poco común que sean las mujeres quienes abandonen sus carreras profesionales para trabajar en el hogar.

Me detengo en el tema de la brecha salarial, pues he visto repetida esta estadística hasta el cansancio: “las mujeres ganan $.78 por cada peso que gana un hombre.” ¿Esto significa que, por realizar exactamente el mismo trabajo, las mujeres ganan en promedio un 25% menos? No necesariamente. Lo que con mayor certeza podemos deducir de esta estadística es que, dentro de la población ocupada, son los hombres quienes tienen los trabajos mejor remunerados, tanto a nivel jerárquico, como en el tipo de trabajos que realizan.

En una misma empresa, por ejemplo, los directores, gerentes de área y supervisores son de forma más frecuente hombres, mientras que las mujeres ocupan puestos en los escalafones de menor responsabilidad y desempeñan labores secretariales o de apoyo. A su vez, las profesiones mejor remuneradas (finanzas, leyes, ingeniería) son en mayor medida ocupadas por hombres, mientras que las menos (docencia, cuidado, enfermería) son ocupadas por mujeres.

Uno podría pensar entonces que la brecha salarial no es una injusticia fundamentada en el género, sino entre los sectores mismos. Sin embargo, que las mujeres ocupen de manera desproporcionada estos trabajos nos hace preguntarnos, ¿cuáles son las causas por las que las mujeres se concentren en puestos de entrada y no ascienden al mismo ritmo que los hombres? ¿Qué barreras limitan su participación en puestos de supervisión y dirección? ¿Por qué hay ciertas profesiones con tan grande disparidad de género? E incluso, ¿por qué las profesiones en las que se concentran las mujeres tienen un valor de mercado tan bajo?

Es decir, que la brecha salarial no se dé exactamente en el mismo trabajo, no hace el problema menos grave, pues pone a un grupo completo en una situación de desventaja al intentar romper esta brecha. Además, esta desventaja contribuye a que muchas mujeres, al depender económicamente de sus parejas, enfrenten niveles desproporcionados de violencia económica. La disparidad de ingresos y responsabilidades genera relaciones desiguales, y la falta de independencia económica pone a las mujeres en una posición de vulnerabilidad al reducir su capacidad de actuar y tomar decisiones en el hogar.

El problema entonces no son las mujeres que libremente deciden dejar de trabajar para ocuparse de su hogar y sus hijos, sino que se asuma el trabajo no remunerado en el hogar como una obligación de las mujeres (incluso para aquellas que también participan en el mercado laboral). El problema es la disparidad y la vulnerabilidad que estas asunciones generan, no solo fuera del hogar, sino también dentro de él.

En el siguiente post, hablaré más a fondo sobre las barreras de entrada y ascenso en el mundo laboral, y sobre las cuotas de género.

Feminismo, feminismo, feminismo, feminismo.

¿Cómo enseñar derechos de la infancia en contextos violentos?

Por Gabriela Martínez Sainz (gms[at]cedhmx.org︱@gmsainz ).

Esta semana mientras leía los avances de organizaciones civiles en Reino Unido para garantizar que niñas, niños y jóvenes participen en la evaluación y monitoreo de sus derechos, recibí la notificación de dos noticias en México que me paralizaron.

La primera, fue la de una familia que viajaba en carretera con dos menores de edad. El pequeño, Elías de dos años, fue asesinado con arma de fuego. La mayor, una niña de 14 años, fue violada junto con su madre. Un grupo armado, incluyendo al parecer menores de edad, los atacaron para robarles su camioneta. Aún sin confirmación, las autoridades sospechan que los atacantes forman parte de un grupo que se dedica al robo y tráfico clandestino de gasolina e hidrocarburos. En un vídeo que se difundió ayer sobre este grupo, se muestra cómo utilizan a mujeres y niños como “escudos” en enfrentamientos con militares.

La segunda notica, es de una joven de 22 años, Lesvy Osorio, que fue asesinada dentro de la UNAM. El último que la vio con vida fue su pareja sentimental pero en la investigación no se le considera sospechoso. Al contrario, la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México decidió publicar en redes sociales elementos de la investigación culpabilizando a la víctima de los hechos en lugar de solicitar información para encontrar a la o las personas culpables.

Estas noticias no son algo anormal en México, donde más de seis mil mujeres han sido asesinadas en los últimos cuatro años y la violencia ha afectado la vida de miles de niñas, niños y adolescentes quienes hoy representan uno de los grupos más vulnerables. Queda clara la importancia y urgencia de proteger los derechos de las niñas, niños y jóvenes. En un contexto de violaciones y abusos constantes como este, existe el riesgo de que niñas, niños y jóvenes dejen de reconocerse como sujetos de derechos con capacidad para exigir su respeto al Estado y a la sociedad en general.

¿Cómo explicarle a alguien que se les deben reconocer y respetar todos sus derechos en un país que ni siquiera puede garantizarles su seguridad? ¿Cómo decirle que tiene derecho a exigir servicios básicos de salud y educación cuando el Gobierno ni siquiera lo puede proteger contra abusos físicos, malos tratos o explotación, incluyendo abuso sexual?¿Cómo pedirle que ejerza su derecho a denunciar actos de violencia cuando las instituciones mismas culpan constantemente a las víctimas? ¿Cómo convencerlo de participar en la vida política del país y en la toma de decisiones bajo estas circunstancias?

Existen esfuerzos valiosos para fortalecer los derechos de este grupo vulnerable. Instituciones públicas y organismos de la sociedad civil implementan programas para difundir sus derechos y así promover su protección. Incluso el Nuevo Modelo Educativo establece que todas las niñas y niños al término de primaria conocerán, respetarán y ejercerán sus derechos y obligaciones.

El problema es claro. En un país donde las niñas y los niños no tienen garantizada su vida y tienen que preocuparse constantemente por su seguridad o en donde la impunidad y prejuicios institucionales hacen más vulnerables a los jóvenes víctimas de violencia, resulta muy complicado pedirles que asuman un compromiso con sus derechos y con los de los demás. Parece difícil convencer a niñas, niños y jóvenes de la importancia de sus derechos y de la posibilidad que tienen de garantizarles una vida digna y libre de violencia. En particular, parece ingenuo preocuparse por vislumbrar pedagogías o estrategias novedosas para enseñarles sobre derechos humanos y derechos de la infancia en un contexto violento.

Sin embargo, es precisamente eso lo que tenemos que hacer si queremos acercar los derechos a niñas, niños y jóvenes para que los vean no solo como un ideal lejano sino como herramientas concretas para combatir la violencia en la que viven. Cualquier propuesta educativa que tenga este objetivo debe considerar los siguientes tres principios rectores:

  1. Incorporar la realidad del contexto: resulta contraproducente negar la realidad de violencia y vulnerabilidad en la que vivimos. Es necesario utilizar como parte de los proceso de enseñanza y aprendizaje las experiencias de miedo, incertidumbre e inseguridad que sufren niñas y niños e insistir que esa no es la forma en que deben de ser las cosas.
  2. Evitar el adulto-centrismo: son precisamente las niñas, niños y jóvenes quienes están en una mejor posición para definir qué necesitan saber sobre sus derechos y cuál es la manera más significativa de hacerlo, no los adultos. El carácter transformador de la educación depende, tal como lo decía Freire, de partir de la realidad de los alumnos y desde su propia perspectiva.
  3. Reconocer que todos podemos ser agentes de cambio: empoderar a las niñas, niños y jóvenes implica en primer lugar reconocer que ellos tienen capacidad de acción. De esta manera, la enseñanza de sus derechos debe capacitarlos para tomar sus propias decisiones sobre cómo y por qué demandar que sus derechos sean protegidos.

Acercar los derechos a las niñas, niños y jóvenes brindándoles los conocimientos y herramientas necesarias para exigirlos es insistir en que una vida con violencia no es normal. Enseñarles sus derechos es, en sí mismo, un acto subversivo y de protesta contra una sociedad que se niega a proteger estos derechos. Es necesario mostrarles que ellos son capaces de luchar, desde la infancia, porque México sea diferente; es importante que sepan que en un futuro podrán tomar decisiones para que en su país se cuide mucho más a las niñas y niños, existan más oportunidades y permita que futuras generaciones alcen la voz cuando la violencia los pone en peligro. Ellos, excepto Lesvy, Elías y todos los menores que ya no tendrán oportunidad de levantar la voz.

 

 

Protestas

Por Daniel Vázquez (sdv[at]cedhmx.org︱@danielvazquezh).

En el contexto en el que crecí—la clase media mexicana—las protestas y manifestaciones estaban muy mal vistas. De joven, nunca participé en una marcha. Jamás llevé a cabo actos de desobediencia civil. Quizá firmé alguna petición, pero más por la insistencia y la pena de decir que no que por un interés genuino. Las personas a mi alrededor decían que las manifestaciones eran para acarreados que no tenían trabajo. En general, se referían a dichos incidentes como las causas del desorden y tráfico y se lamentaban de los impactos económicos de dichas “molestias”. Aunque no recuerdo que nadie haya explícitamente criticado a los zapatistas, lo más positivo que noté fue una curiosidad superficial, una fascinación por su imagen.

Cuando la violencia en México escaló y afectó a una porción más amplia de la sociedad, vi a algunos de mis amigos marchar por primera vez, exigiendo la paz y la seguridad. Yo, junto con muchos, permanecí al margen. Aunque consideraba estas demandas pertinentes y de sentido común, participar me seguía pareciendo una pérdida de tiempo. ¿Qué diferencia podía hacer un cuerpo más, una pancarta más? Sentía que mi contribución sería una gota de agua dulce en un mar de agua salada.

No era que el mundo a mi alrededor no me importara. Todos esos años intenté contribuir a un mundo mejor. Realicé todo tipo de servicio social. Ayudé en colectas para zonas de desastre, pinté escuelas y hospitales, jugué con niños en orfanatos e hice pantomimas en un sanatorio de niños quemados, di cursos pro bono y doné en dinero y especie a varias asociaciones. En pocas palabras, le di varias vueltas al circuito de asistencialismo que te hace sentir buena persona pero aporta poco a la solución de los problemas sistémicos. Siempre sentí que no hacía lo suficiente, pero participar en protestas nunca cruzó por mi mente.

La primera vez que me entusiasmé por un movimiento de protesta fue de forma visceral y desinformada. El resultado fue un horrible sentimiento de vergüenza cuando caí en cuenta que dicho movimiento era una expresión del complejo de mesianismo blanco y del intervencionismo estadounidense. Una vez, por accidente, crucé por donde una marcha empezaba y, como estaba de acuerdo con la causa, me uní, aprendí y me sentí “empoderado,” pero mi escepticismo persistió.

Aunque me da un poco de pena confesar todo esto, pues quisiera decir que llevo veinte años de activismo político y no uno y medio, mi experiencia no es única. Es quizá, la norma en varios estratos socioeconómicos privilegiados por cierta seguridad económica y acceso a la educación formal. Sin embargo, ahora que el agua ya nos está llegando al cuello a todos (y no sólo a los grupos más vulnerables de la sociedad), que hasta las clases privilegiadas se empiezan a sentir incómodas e impotentes, a nadie (sobre todo en México) le es suficiente la queja inconsecuente, el retweet o “me gusta,” el análisis político amateur. Todos queremos hacer algo más, pero aún nos dividen nuestros prejuicios e ignorancia.

Hoy quiero poner mi granito de arena y responder brevemente y de manera provisional, tres preguntas:  1) ¿Qué es una protesta? 2) ¿Qué actos de protesta existen y qué lógica siguen? Y 3) ¿Cuándo están justificadas? La primera pregunta la voy a responder con una definición bastante amplia (basada en Opp, 2009, p. 38):

Una protesta es una acción colectiva dirigida a lograr una meta o metas a través de influenciar las decisiones de otra persona o grupo.

De esta forma, las protestas pueden variar en grado de organización y regularidad, ser legales o ilegales, violentas o pacíficas, justificadas o injustificadas. En el contexto de los movimientos civiles, las protestas tienen un valor fundamental porque constituyen un recurso político al alcance de los grupos vulnerables y sin poder (Lipsky 1965).

Las acciones de protesta son de muchos tipos. Una de las formas en las que se pueden clasificar es distinguiendo actos de protesta activa (en donde se realiza alguna acción específica, como una marcha o bloqueo) y de protesta pasiva (se deja de hacer algo, como pagar impuestos o cumplir con una ley). Los actos de protesta activa se subdividen entre disruptivos (que interrumpen la vida cotidiana) y cívicos (que llaman la atención sin alterar el orden). Muchos de estos actos tienen como finalidad un cambio concreto, pero algunas sólo tienen un papel simbólico.

De acuerdo a Della Porta y Diani (2006, p. 172-178), los actos de protesta también se pueden distinguir por el tipo de lógica que siguen:

La lógica de los números: entre más participantes, más poder. Es una lógica democrática que presupone que la opinión de las mayorías debe ser implementada. Los actos de este tipo intentan, por ejemplo, influenciar la opinión pública y comunicar a los gobiernos que ignorar las demandas tendrá un costo en votos en la siguiente elección. Ejemplos: marchas y firma de peticiones.

La lógica de los daños: causar daños materiales o desorden como medio instrumental y simbólico para lograr las metas. Es una lógica análoga a la guerra, en donde se intenta, por ejemplo, rechazar simbólicamente a un gobierno opresor o detener alguna medida específica. También sigue una lógica de mercado. Apuesta a que la pérdida de dinero sea más costosa que acceder a las demandas de los protestantes. Su utilidad es limitada pero significativa dado que obtiene mucha atención de los medios. Puede ser organizada y pacífica o desorganizada, violenta e ilegal. Ejemplos: huelgas, boicots y disturbios callejeros.

La lógica de dar testimonio: demuestran un fuerte compromiso a un objetivo considerado vital para la sociedad. Los participantes suelen estar dispuestos a correr graves riesgos físicos para transmitir su mensaje. Ejemplos: desobediencia civil, romper leyes injustas, resistencia pasiva ante la policía.

Para obtener una buena cobertura, una protesta tiene que ser numerosa, utilizar tácticas radicales y ser innovadora (McCarthy, McPhail and Smith 1996). Para tener éxito, necesita de una amplia variedad de acciones, persistencia y muchas veces, que grupos de presión nacionales e internacionales (como la ONU, los gobiernos de otros países, Human Rights Watch o Amnistía Internacional) se declaran en su favor. 

Esto aún no responde cuándo una protesta es justificada o no. La respuesta sencilla es cuando sus metas y demandas son justas y cuando sus acciones y métodos respetan los derechos humanos. Sin embargo, muchas veces, qué es y qué no es justo está a discusión. Y dado que nadie tiene la última palabra acerca de este tema, lo mejor es dar cabida al mayor número de protestas, pues estos actos son también parte de la discusión necesaria para una democracia. Por otro lado, que algunas acciones de protesta irrumpan el orden, causen una pérdida económica o material y rompan alguna ley no las invalida necesariamente, pues nada de esto implica, por definición, violar los derechos humanos de nadie.

Mi aversión por las protestas era una expresión de mi ignorancia y mi privilegio de no ser una víctima de abusos y atropellos. Mi creencia en su ineficacia se debía a que juzgaba actos de protesta específicos sin entender su lógica y cómo se enmarcaban en un movimiento más grande. Ponderando la situación mundial (la crisis de refugiados, las guerras, el triunfo de Trump, la esclavitud moderna, el racismo, la violencia de género, la pobreza y la desigualdad) me parece que Owen Jones expresaba cuál es nuestro deber ciudadano de manera muy adecuada. Cuando nuestros hijos y nietos nos pregunten qué hicimos en esta época tan difícil de la historia, de qué manera luchamos contra tantas injusticias, más nos vale tener una muy buena respuesta al respecto. 

Referencias

– Della Porta, Donatella y Diani, Mario. 2006. Social Movements: an Introduction. Blackwell (2nd ed.).
– Lipsky, Michael. 1965. Protest and City Politics. Rand McNally & Co.
– McCarthy, John, McPhail, Clark and Smith, Jackie. 1996. Images of Protest: Dimensions of Selection – Bias in Media Coverage of Washington Demonstrations, 1982 and 1991. American Sociological Review, 61, 478–99.
– Opp, Karl-Dieter. 2009. Theories of Political Protest and Social Movements. Routledge.

Escuchar es un acto político

(yosj[at]cedhmx.org︱@menudafurcia)

Anteriormente en el blogDaniel advirtió que escuchar implica un esfuerzo activo. Pero ese esfuerzo, si se quiere hacer justicia a las víctimas de violencia, tiene que ser político; esto quiere decir que escuchar a las víctimas –realmente escucharlas como se señaló– es un deber además de ético, cívico. Las reflexiones que aquí señalaré son discusiones que giran en torno al tema de la injusticia desde dos autores concretos: Judith Shklar y Reyes Mate; para ambos autores si se pretende hacer justicia a las víctimas es necesario partir de éstas y para ello es necesario saber escuchar.

El problema con no saber escuchar va más allá de provocar la victimización, tiene consecuencias importantes como el no poder reconocer a las víctimas. Para ello debemos entender que la injusticia o la violencia que ha reducido a los sujetos a víctimas no siempre encaja en los códigos legislativos vigentes, es decir, no siempre las víctimas son víctimas porque ha habido un atentado a sus bienes jurídicos. La víctima, en sentido práctico, es la que vive una injusticia y para entenderla es necesario escuchar. El tema resulta jabonoso y muchas veces incómodo, pues la vivencia de la injusticia atiende a la experiencia subjetiva,[1] por ello lo que algunos pueden vivir como una injusticia otros lo pueden ver como un infortunio, [2] como un capricho del azar o como una situación desafortunada donde el “culpable” es la propia víctima; decantarse por cualquiera de las dos opciones –en el caso de no ser quien experimente la injusticia- es una decisión meramente política, pues asumir que algo es una injusticia y no una desventura obliga a señalar un responsable –que no quiere decir un culpable-. La complejidad y la incomodidad del tema también reside en que no existe una regla o norma que podamos seguir para discernir una de otra, ahí radica la importancia de la escucha.

Ahora bien, no siempre resulta tan fácil discernir entre una u otra postura, podríamos pensar en algún evento que de entrada podría parecer fruto de la naturaleza, como la hambruna provocada por sequías, sin embargo las víctimas viven ese evento como una injusticia. Este es el caso de los pueblos Tarahumaras de México que en el 2011 y 2012 pasaron hambruna debido a la sequía que provocó la escases de alimentos, sin embargo fue la falta de ayuda oficial y la presencia de grupos criminales en la región lo que ocasionó que muchos rarámuris murieran por la hambruna y que incluso se quitaran la vida debido a su situación.

Para poder estar abiertos a la escucha es necesario que tengamos presente, primero, que la víctima vive algo más que una regla rota; los desastres o las injusticas son percibidas por las víctimas de manera muy distinta a quienes pudieran ser sus verdugos, o incluso por los propios observadores quienes, de alguna manera, pudieran evitar o mitigar el sufrimiento de las víctimas. Es verdad que a veces, por las causas mismas de ciertos fenómenos, es imposible evitar un desastre, pero sí es posible impedir un dolor mayor a causa de dichos desastres y esto se concreta con la aplicación correcta de políticas públicas y con la denuncia ciudadana en caso de corruptelas. Pensemos en otro ejemplo, en un terremoto en donde hay un importante derrumbe de edificaciones; el terremoto es un evento natural. Sin embargo, quizá se hubiera podido evitar la caída de diversas construcciones si las constructoras hubieran atendido a las normas de construcción, como sucedió en el terremoto de 1985 en México en donde las propias víctimas realizaron las pesquisas y demostraron toda una serie de corruptelas que derivaron en una de las mayores tragedias de la Ciudad de México. No es causalidad que el 83% de todas las muertes ocasionadas por colapsos de edificaciones durante sismos se hayan dado en países particularmente corruptos.

¿Cómo podemos saber, entonces, cuándo se trata de una injusticia o de un infortunio? Tanto la politóloga como el filósofo, de los que parto, advierten que es necesario atender a ese grito que emite la víctima: “¡Esto no es justo!”. Este grito es la punta de lanza para prestar atención a lo que la víctima nos está diciendo para luego valorar su testimonio y actuar según entendamos la situación. Para ello debemos quitarnos no sólo los prejuicios si no, de entrada, darle nuestro voto de confianza a quien así lo reclama y presumir su inocencia. Esto es precisamente lo contrario a lo que ocurre en México, actualmente, con la guerra contra el crimen organizado: se suele asumir que la víctima andaba en “malos pasos”. Pero aquí es importante tener cuidado, pues no todo el que experimenta un acontecimiento como injusticia es necesariamente una víctima. Por otro lado también puede ocurrir que las víctimas experimenten esa injusticia como si se tratara de su propia culpa como en el caso de la violencia doméstica. No se trata, pues, de caer en el victimismo, sino de darle el peso justo a las cosas y, en consecuencia, actuar; para ello ya Daniel nos dio algunas pistas.

Esa actuación debemos entenderla como un deber ciudadano, no podemos encerrar la escucha sólo a un acto moral que se queda en el plano personal, pues, de lo contrario, me parece que nos quedaríamos sólo en el “apapacho” de las víctimas. No es suficiente con darles la razón y admitir que lo que viven no es fruto del azar o, incluso, de alguna catástrofe natural, es necesario, dentro de nuestras posibilidades, hacer que los responsables reparen el daño y que, incluso, nosotros mismos nos demos cuenta de que es probable que también nosotros mismos formamos parte de esa injusticia y entonces, será necesario que cambiemos. No existe, como ya he dicho, una norma que podamos seguir para entender la situación de las víctimas, sin embargo, como señalan Shklar y Mate, no tomar en consideración ese primer grito a la hora de tomar nuestra decisión sobre si es un infortunio o no, resultaría también otra injusticia.

De lo que se trata, finalmente, es de rechazar las injusticias como algo que es parte de la vida cotidiana. No escuchar a las víctimas nos hace a los ciudadanos responsables de su situación, particularmente cuando solapamos las malas actuaciones de nuestros gobiernos. Por tanto, el sufrimiento que se le causa a una víctima no consiste exclusivamente en atacarla directamente sino en ignorarla. Somos responsables de su sufrimiento cuando decidimos no denunciar y movilizarnos contra las injusticias que experimentan (incluso una promesa rota por parte de los políticos puede ser vivida como una injusticia); somos malos ciudadanos cuando sólo nos limitamos a seguir las normas convencionales y no hacemos algo para detener leyes o reformas que sabemos que son torpes o crueles para algunos; somos pésimos ciudadanos cuando miramos hacia otro lado y no informamos de fraudes o delitos como los robos menores o bien, cuando toleramos la corrupción política. No actuamos como deberíamos actuar cuando preferimos ver mala suerte ahí, donde las víctimas sienten injusticia. Si no escuchamos a las víctimas y no formamos parte activa de la vida pública, las injusticias seguirán ahí y las víctimas seguirán siendo invisibilizadas y victimizadas.

 


 

[1] La discusión en esta entrada no tiene que ver con el tema de la injusticia, sin embargo, para poder comprenderla mejor es necesario dar algunas luces. Los dos autores que aquí utilizo buscan dar otras lecturas a las teorías que existen de la justicia y parten del análisis de una experiencia fundamental: el de la injusticia. Advierten que es difícil hacer teorías sobre lo que es la injusticia –a diferencia de la justicia- pues ésta es algo que se vive, se experimenta y se reconoce –particularmente en primera persona- sin tener un conocimiento teórico de lo que es, es decir, es algo previo a toda reflexión. Hablar de teorías implicaría encerrar esa experiencia en una idea metafísica lo que dificultaría aprehender el dolor y la indignación que son el resultado de esa primera experiencia. El tema de la injusticia ha sido poco abordado por los filósofos, su importancia cobra sentido siempre en relación a la justicia y ha quedado, muchas veces, señalada como la ausencia de la justicia. Se piensa que en tanto exista justicia ésta desaparecerá, por ello la reflexión sobre la primera ha tomado mayor importancia. Bien dice Shklar, una cosa es lo que filósofos y politólogos pueden decir sobre la injusticia y otra cosa es lo que un ciudadano de a pie vive y siente. Esto nos obliga a leer la justicia y la injusticia más allá del campo juridicista, que es desde donde solemos aprehenderlas.

[2] La obra de la politóloga Shklar, Los rostros de la injusticia, gira en torno a la distinción entre desventura e injusticia y, advierte, que ésta no se puede dar de manera clara y que no existe una línea definitiva que pueda separar una de la otra. Dice que la diferencia entre una y otra implica nuestra disposición y capacidad para actuar –o no actuar- en nombre de las víctimas. De ahí la importancia de escuchar a las víctimas.

Donald Trump: presidente

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org@jimenamg).

Tardé varios días en procesar los resultados de la pasada elección estadounidense. Nunca un resultado electoral me había producido genuina tristeza y angustia. Tal vez porque habiendo vivido la mayor parte de mi vida en Latinoamérica, estaba acostumbrada a que todas las opciones fueran igualmente detestables; a que las elecciones en realidad no significaran mucho; y a que las ideologías partidistas fueran las mismas en la izquierda y la derecha. Y no es que la estadounidense sea de ninguna manera una democracia ejemplar, pero una parte de mí se creyó el cuento de que los avances en derechos civiles y garantías individuales no le permitirían a un candidato con el discurso de Trump tener tantos adeptos. Otra parte de mí, en cambio, sabía muy bien del racismo, la misoginia, la xenofobia y el desprecio por la verdad de una enorme parte del electorado estadounidense.

Más que el propio ganador de la contienda y el muy cuestionable equipo de trabajo que ha conformado, es importante destacar la tensión social que la elección produjo. La campaña tuvo como propuestas centrales el ataque a los derechos y libertades de grupos minoritarios, la criminalización de los hispanos y musulmanes, la promesa de un muro cargado de simbolismo, el desprecio explícito por las mujeres, y un desagradable y largo etcétera. En los días posteriores a la elección, los crímenes de odio y el acoso en espacios públicos por origen étnico, racial, o religioso, aumentaron de manera dramática. Con el ascenso y posterior victoria de Trump, se normalizó y ganó popularidad el discurso de grupos como el “alt-right”, nombre que han adoptado grupos neo-nazis y de supremacía blanca.

Pasada la elección, surgieron voces que, llamando a la unidad y tratando de explicar los resultados, justificaron las posiciones racistas y de desprecio por las minorías que llevaron a los votantes blancos estadounidenses a preferir “hacer América grande otra vez” (lo que sea que eso signifique); que les perdonaron la ceguera ante los datos duros sobre la migración, por ejemplo, bajo el pretexto de que “ellos también han sufrido.”

Un sin fin de artículos se volcaron a analizar los problemas que enfrenta la clase blanca trabajadora, que—es verdad y es preocupante—hoy presenta mayores índices de pobreza, desempleo y marginación que nunca antes. Sin embargo, muchos de esos análisis no tomaron en cuenta que siguen siendo las minorías quienes permanecen aún más marginadas, más desempleadas y más pobres. Por otro lado, estos análisis sugieren que es el sistema quien le ha fallado a la población blanca de la “América real,” mientras que son fallos intrínsecos de los grupos o razas menos favorecidos los que los mantienen en condiciones de marginación.

Es cierto que la población blanca ha visto decrecer sus niveles de bienestar, pero las causas de ello—como la automatización de procesos industriales, por ejemplo—también han afectado a las minorías, sumándose a todos los otros factores que contribuyen (y han contribuido históricamente) a que éstas últimas no logren mejorar sus condiciones de vida.

De acuerdo con el Brookings Institute, 1 de cada 5 hogares de familias negras no cuenta con seguridad alimentaria, en comparación con 1 de cada 10 familias blancas. A pesar de tener tasas de uso de marihuana similares, una persona negra es 3.5 veces más propensa a ser encarcelada por posesión que una persona blanca. La tasa de desempleo entre la población negra es 2 veces mayor que el desempleo entre la población blanca. A pesar de contar con tasas de desempleo similares, el ingreso promedio de la población de origen latino es aproximadamente la mitad que el de la población blanca.

Es decir, no es justo analizar por qué la población blanca se siente desprotegida y marginada (tal vez con razón) si no se toma en cuenta que estos mismos factores han marginado a otras comunidades en mayor medida y por mucho más tiempo. En nada ayuda encontrarle justificación a quienes, en el mejor de los casos, prefirieron ignorar el discurso de odio, si no se toma en cuenta que la población blanca se ha beneficiado históricamente de la opresión y la marginación sistemática de las minorías. Sin duda la pobreza y la desigualdad también existen entre la población blanca estadounidense, pero justificar el odio, la xenofobia, la misoginia, y el racismo por ello, atenta contra los derechos humanos de los migrantes, de las minorías y de las mujeres.

En términos de lo que la nueva administración representa para los derechos humanos, existe enorme consternación. Las declaraciones y tweets del nuevo presidente preocupan a activistas e instituciones de defensa de los derechos humanos. Las actitudes de Trump para con la prensa (por mencionar un caso ilustrativo) deben levantar alarmas con respecto a lo que nos espera en su gobierno.

Y es que no es claro que en esta ocasión el sistema de pesos y contrapesos estadounidense pueda impedir que de hecho se diseñen e implementen políticas públicas que contravengan los derechos humanos. Dada la influencia estadounidense en la esfera internacional, con enorme probabilidad no serían sólo los derechos de los estadounidenses aquellos que se verían violados, sino los de los ciudadanos de muchos otros países (empezando por México y sus migrantes).

Mañana toma posesión Donald Trump. Se aproximan cuatro (posiblemente ocho) largos y difíciles años para las minorías en Estados Unidos, entre ellas los cerca de 35 millones de mexicanos y mexicoamericanos que aquí viven. Es erróneo pensar que negociar con una administración intransigente es una estrategia eficaz para cambiar su percepción, especialmente si el desprecio por ellos fue crucial para asegurar su victoria.

No es momento de llamar a la unidad sin imponer condiciones. Por el contrario, es momento de levantar la voz y denunciar el odio en cuanto se detecte; de exigir a los gobiernos y organismos internacionales acciones reales que frenen que las ideas de odio y nacionalismo beligerante sigan propagándose disfrazadas de patriotismo; de estar alerta ante las violaciones de derechos humanos; de seguir exponiendo los datos duros a pesar de la renuencia de la sociedad a creerlos.