No, el feminismo no ha llegado demasiado lejos (1 de 4)

Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamg)

En fechas recientes, varios casos de feminicidio y acoso han impactado a la opinión pública mexicana. Es común que, tras un evento así, las mujeres se organicen y alcen la voz. Por supuesto, esto conlleva su subsecuente rechazo, trolleo y cuestionamiento de motivos. Como el tan de moda “feminazi” demuestra, pedir un estándar mínimo de justicia y exigir una vida libre de violencia, son, para algunos, imposiciones de un régimen dictatorial solo antes visto en el Tercer Reich.

Sin embargo, también son muchas las opiniones de quienes, a pesar de estar a favor de la igualdad de género y conceder que aún hay camino por recorrer, lamentan que el feminismo “ya ha llegado demasiado lejos.” Estas personas piensan que las exigencias de las feministas son exageradas, o que “las formas no son las correctas.” En esta serie me gustaría argumentar por qué difiero de dichas posturas.

En entradas anteriores he sugerido algunas explicaciones sobre la importancia de la búsqueda de igualdad para las mujeres y lo perjudicial de los micromachismos. Sin embargo, aquí en particular, me gustaría abordar cuatro argumentos que, al menos en mi experiencia personal, aparecen de forma recurrente para atacar en su conjunto a los movimientos feministas e invalidar su existencia. Durante cuatro entradas consecutivas abordaré cada uno de estos argumentos en este espacio.

Por supuesto, no pretendo hablar por todas las feministas, ni por todas y cada una de las distintas corrientes. Sobre todo porque existen argumentos y posturas en un muy amplio espectro, y porque los muchos feminismos (así, en plural) difieren en sus objetivos y expresiones. Yo más bien concuerdo con Catalina Ruiz Navarro en que la pluralidad de ideas, lejos de una desventaja para el movimiento, lo hace más rico: “no tener que estar obligada a una postura es de las cosas más bonitas de ser feminista. En vez de ser una lista de mandamientos, los feminismos son una permanente conversación.” Pero esa es otra discusión en la que no entraré por ahora, sobre todo porque ya muchas voces lo han hecho mucho mejor de lo que yo lo podría hacerlo.

 

 “Pero ¿qué hay de quienes deciden de manera libre quedarse en su casa y ocuparse de sus hijos? El feminismo menosprecia el trabajo del hogar y el cuidado de los hijos.”

 

El primer argumento que me gustaría abordar es el lugar común de que todas las feministas odian a las amas de casa. En primer lugar creo que es importante señalar que son muy pocas las personas que de hecho tienen la opción de decidir si trabajan fuera del hogar o no. Muchas madres solteras no tienen otra alternativa y otras familias no podrían subsistir con un solo ingreso. Por otro lado, lo que muchas feministas defienden no es que esté mal decidir cuidar a los hijos y dedicarse al hogar. Lo que critican es la desproporción en la que las mujeres realizan estas labores, su imposición cultural como algo inherentemente femenino y su desprecio como aporte económico al hogar.

El argumento, más bien, es que el trabajo del hogar es cuantificable en términos monetarios. Esto quiere decir que quienes se ocupan de sus hogares y del cuidado de los hijos también aportan a la economía familiar. Sin embargo, en su mayoría este trabajo no se percibe como tal y quienes lo realizan son, en su enorme mayoría, mujeres. Y sobre todo, las razones por las que las mujeres no trabajan fuera del hogar no es, en muchas ocasiones, por voluntad propia.

Pagar por el trabajo doméstico es un lujo que pocas personas en México pueden darse, y, dado que alguien tiene que hacerlo, muchas parejas se ven en la necesidad de decidir quién permanecerá en el mercado laboral y quién se ocupará del trabajo del hogar no remunerado. No tocaré por ahora el—muy lamentable pero frecuente—caso de quienes consideran que la realización profesional de los hombres es más importante, o que “el lugar de la mujer es en la casa.” Pero sí diré que dada la brecha salarial, dado que las probabilidades de que el ingreso de los hombres sea mayor, y dado que la posibilidad de que sean ellos quienes tengan una carrera con futuro, no es poco común que sean las mujeres quienes abandonen sus carreras profesionales para trabajar en el hogar.

Me detengo en el tema de la brecha salarial, pues he visto repetida esta estadística hasta el cansancio: “las mujeres ganan $.78 por cada peso que gana un hombre.” ¿Esto significa que, por realizar exactamente el mismo trabajo, las mujeres ganan en promedio un 25% menos? No necesariamente. Lo que con mayor certeza podemos deducir de esta estadística es que, dentro de la población ocupada, son los hombres quienes tienen los trabajos mejor remunerados, tanto a nivel jerárquico, como en el tipo de trabajos que realizan.

En una misma empresa, por ejemplo, los directores, gerentes de área y supervisores son de forma más frecuente hombres, mientras que las mujeres ocupan puestos en los escalafones de menor responsabilidad y desempeñan labores secretariales o de apoyo. A su vez, las profesiones mejor remuneradas (finanzas, leyes, ingeniería) son en mayor medida ocupadas por hombres, mientras que las menos (docencia, cuidado, enfermería) son ocupadas por mujeres.

Uno podría pensar entonces que la brecha salarial no es una injusticia fundamentada en el género, sino entre los sectores mismos. Sin embargo, que las mujeres ocupen de manera desproporcionada estos trabajos nos hace preguntarnos, ¿cuáles son las causas por las que las mujeres se concentren en puestos de entrada y no ascienden al mismo ritmo que los hombres? ¿Qué barreras limitan su participación en puestos de supervisión y dirección? ¿Por qué hay ciertas profesiones con tan grande disparidad de género? E incluso, ¿por qué las profesiones en las que se concentran las mujeres tienen un valor de mercado tan bajo?

Es decir, que la brecha salarial no se dé exactamente en el mismo trabajo, no hace el problema menos grave, pues pone a un grupo completo en una situación de desventaja al intentar romper esta brecha. Además, esta desventaja contribuye a que muchas mujeres, al depender económicamente de sus parejas, enfrenten niveles desproporcionados de violencia económica. La disparidad de ingresos y responsabilidades genera relaciones desiguales, y la falta de independencia económica pone a las mujeres en una posición de vulnerabilidad al reducir su capacidad de actuar y tomar decisiones en el hogar.

El problema entonces no son las mujeres que libremente deciden dejar de trabajar para ocuparse de su hogar y sus hijos, sino que se asuma el trabajo no remunerado en el hogar como una obligación de las mujeres (incluso para aquellas que también participan en el mercado laboral). El problema es la disparidad y la vulnerabilidad que estas asunciones generan, no solo fuera del hogar, sino también dentro de él.

En el siguiente post, hablaré más a fondo sobre las barreras de entrada y ascenso en el mundo laboral, y sobre las cuotas de género.

Feminismo, feminismo, feminismo, feminismo.

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