Por Jimena Monjarás Guerra.
La semana pasada comenzó la campaña 16 días de activismo contra la violencia de género, que desde 2008 busca impulsar acciones para poner fin a la violencia contra las mujeres y niñas. Cada día más personas se unen a iniciativas como ésta que de forma acertada ponen el tema sobre la mesa, nos hacen conscientes de que la violencia contra las mujeres es un problema grave y que es responsabilidad de todos tomar las acciones necesarias para resolverlo. Una creciente mayoría de hombres y mujeres considera deseable la igualdad de género y acepta que para lograrla, erradicar la violencia contra las mujeres es parte fundamental. Sin embargo, incluso aquellos que estamos de acuerdo con todo esto, contribuimos–en mayor o menor medida–a que las mujeres sigan siendo menospreciadas, objetivadas y violentadas cotidianamente.
Y es que es fácil abstraer la violencia contra las mujeres del lenguaje y la vida cotidiana. Es cómodo pensar que los episodios más trágicos, como las golpizas, amenazas e incluso feminicidios, están completamente desconectados de las pequeñas micro-agresiones y del acoso callejero; del machismo implícito; de los chistes y la publicidad; de los detalles cotidianos que perpetúan el menosprecio de las mujeres como miembros activos de la vida económica, política, familiar y cultural de las sociedades.
Cuando Hillary Clinton, candidata presidencial, ex secretaria de estado y ex senadora estadounidense es identificada por los medios como “la ex primera dama,” se supedita el valor de su propia y muy exitosa carrera política a su relación sentimental con un hombre (hace unos días el New York Times publicó este excelente artículo sobre cómo las economistas más famosas no se libran de este mismo mal). Cuando una edecán es ataviada con un vestido de fiesta para un debate presidencial, se reduce a la mujer a su rol de servicio y de espectáculo visual. Cuando una de las campañas publicitarias más exitosas a nivel nacional basa su éxito en estereotipar a las mujeres para vender cerveza (sí, Tecate, te estoy hablando a ti), toda reacción de las mujeres se reduce a un derroche de hormonas, credulidad boba y sentimientos injustificados perpetuando el menosprecio de sus comentarios y opiniones. Cuando Brozo, para bien o para mal uno de los conductores de noticias más vistos en México, interactúa con su secretaria mientras ésta se sienta en sus piernas con ropa provocadora y la cara cubierta–el nombre del personaje es La Reata (¿?)–, se reduce a la mujer a un adorno y un objeto para consumo masculino, al mismo tiempo que se normaliza el acoso laboral. Cuando las películas o canciones constantemente representan situaciones en las que las mujeres “deben hacerse las difíciles”–como en la película 50 Sombras de Grey o la canción Blurred lines por mencionar solo dos ejemplos de miles–se normaliza y romantiza la violencia sexual.
Estos ejemplos, al igual que los chistes, refranes, telenovelas, anuncios y otras expresiones culturales plagadas de micro-machismos, no son cosa menor. Están lejos de ser anécdotas o incidentes aislados. Por el contrario, son parte de lo que incontables estudios, como éste, éste o este experimento de la Universidad de Harvard que se puede realizar en línea, han demostrado: el sexismo implícito existe y es un profundo reflejo de cómo observamos el mundo.
Los estereotipos de género y el sexismo implícito contribuyen a la interiorización del desprecio por la mujer, su objetivación y su exclusión de los espacios de decisión, principalmente porque normalizan relaciones desiguales entre hombres y mujeres.
Con todo esto no quiero decir que los feminicidios son necesariamente una consecuencia directa del lenguaje o las campañas publicitarias sexistas, pero sí que son parte del mismo problema. Son sin duda síntomas de una cultura que acepta como válidos, divertidos y sobre todo no castigables el desprecio y la violencia contra las mujeres; de una cultura en la que no existen incentivos reales para de hecho denunciar ni para castigar estos episodios, aun cuando las leyes y los mecanismos estén ahí.
Hace unas semanas Tania Reza, conductora de un programa de música grupera en Televisa Ciudad Juárez–sí, ese Juárez infame por sus feminicidos–fue víctima de acoso sexual por parte de su colega de trabajo al aire. Éste, como muchos otros episodios de sexismo cotidiano del que toda mujer tiene al menos una historia, pudo haber quedado en el olvido de la anécdota. Sin embargo se volvió viral, no por lo cínico del acosador, sino porque ella–reacción poco común–reclamó a su compañero y abandonó el set en protesta. La respuesta de la empresa: obligarla a aceptar su supuesta responsabilidad y despedirla.
¿Cómo esperamos que se denuncie el acoso laboral, cuando las víctimas más visibles que lo han hecho pierden su trabajo? ¿Qué incentivos hay para que las mujeres víctimas de violencia psicológica o emocional por parte de sus parejas la denuncien, si los medios normalizaron ya estas conductas? ¿Cómo esperamos que la opinión informada de las mujeres sea escuchada si constantemente se les representa con estereotipos de vulnerabilidad, sumisión, frivolidad u objetivación sexual?
Y no es que mágicamente por reconocer el sexismo implícito el problema va a desaparecer, pero ser conscientes de que nuestro entorno y la cultura en la que vivimos perpetúan estos estereotipos y micro-agresiones, ayuda sin duda a corregirlos en el momento (y no mil años después en un blog de discusión).
Es indispensable para ello que en México se creen condiciones que generen incentivos de verdad para que las mujeres denuncien, tanto social como legalmente, estos episodios. Es indispensable alzar la voz cuando las mujeres sean excluidas de foros de discusión y análisis–como ya lo hacen espacios como la cuenta de Twitter Club de Tobi en México o el blog All Men Panels en Estados Unidos. Es indispensable denunciar abiertamente el sexismo en las campañas, chistes y conductas que denigran a las mujeres. Y sobre todo, es indispensable que estas denuncias y señalamientos no se trivialicen. Porque sí importa que siga habiendo chistes misóginos que denigran a las mujeres, o que las mujeres preparadas no sean tomadas en cuenta en foros y paneles de discusión. Sí importa que las mujeres sean representadas sólo como accesorios y objetos de consumo. E importa porque este tipo de sexismo interiorizado no permitirá nunca alcanzar igualdad real ni erradicar de fondo la violencia contra las mujeres.