Por Jimena Monjarás Guerra (jmg[at]cedhmx.org︱@jimenamg).
Diego Otero publicó una respuesta a mi texto sobre las cuotas de género como mecanismo temporal para alcanzar la igualdad en los espacios de influencia, por lo que ofrezco mi réplica a algunos de los puntos que toca.
Diego comienza expresando que él sí cree que las diferencias de género han resultado en tratos injustos para las mujeres, pero utiliza su texto para ofrecer muchas razones para argumentar que el desequilibrio que observamos no es tan injusto. Explica cómo éste se debe en mayor medida a que ellas trabajan menos, a las profesiones que eligen y a sus decisiones personales. Ignora muchos de los sesgos y prejuicios que enfrentan las mujeres para tomar esas decisiones.
Habla por ejemplo de cómo el 30% de las mujeres “decide no entrar al mundo laboral” y de la elección de las mujeres para “dedicarse a otros campos, o a trabajar menos horas”. Sobre ello hablé en la primera entrega de esta serie, en la que expongo cómo pertenecer a la fuerza laboral no necesariamente es una decisión 100% libre, ni 100% existente para todas las mujeres. En cambio, es producto en muchas ocasiones de las probabilidades de que el ingreso de los hombres sea mayor, o que sean ellos quienes tengan una carrera con potencial. Muchas mujeres se quedan en sus casas a realizar labores domésticas y de cuidado de los hijos porque se asume que ésta es una tarea inherentemente femenina, es decir, por roles de género que las excluyen de la vida laboral. Quienes teniendo la opción, deciden no participar del mercado laboral y dedicarse a sus hogares y al cuidado de sus hijos, tienen todo el derecho de hacerlo y de que su decisión sea respetada. Sin embargo, asumir que todas las personas que lo hacen están ahí por decisión personal, libre y voluntaria, es una visión sesgada.
Ahora, si nos enfocamos únicamente en las mujeres que componen la fuerza laboral y las áreas en las que las mujeres se especializan, Diego señala que “Las mujeres que estudian en las áreas de ciencias sociales, administración, derecho, ingeniería o ciencias naturales y de la computación suman solo el 33.4% del total de la matrícula universitaria en 2015.” Lo que no dice es que los hombres en las mismas áreas conforman el 40.6% de la matrícula. Esta diferencia es muy pequeña como para explicar que las posiciones de influencia a las que tradicionalmente conducirían estas profesiones, estén dramáticamente dominadas por hombres. Incluso en las profesiones en las que se especializan–educación y salud, por los datos que Diego comparte–tampoco vemos un liderazgo aplastantemente femenino (la Secretaría de Educación por ejemplo, tiene cinco Subsecretarias. Cuatro de ellas las ocupa un hombre).
Una estadística me llama la atención, sobre todo por el peso que Diego le da a lo largo de su texto: “En promedio las mujeres trabajan 12.4% menos horas por semana que los hombres.” Esto podría explicarse por muchos motivos que Diego omite mencionar: por ejemplo, que las mujeres tienen en una mayor proporción trabajos de medio tiempo, o que más de los trabajos que realizan pertenecen a la economía informal. La Organización Internacional del Trabajo señala, de hecho, que las mujeres trabajan en total más horas que los hombres, diferencia que se explica en parte por el número de horas extra que ellas destinan al trabajo doméstico no remunerado, incluso tomando en cuenta a las mujeres que tienen un trabajo de tiempo completo fuera del hogar. Y como ya lo expuse antes, el trabajo no remunerado también tiene una aportación económica, tanto en el hogar, como en la economía en su conjunto.
Además, del hecho de que en promedio las mujeres trabajen menos horas, no se sigue que ellas trabajen menos horas que sus pares masculinos en los mismos campos, en los mismos puestos o en la misma empresa, y que por ello sea previsible que los hombres sean promovidos en mayor medida. Esta es una extrapolación inválida.
Diego también señala que no hay necesidad de obligar a la gente que no tiene interés en ocupar estos espacios de decisión a que lo hagan, y que deberíamos aceptar las consecuencias de las decisiones de los individuos. De ello solo diré que nadie está sugiriendo que para cumplir con ciertas cuotas de género se nombrará chief economist del Banco de México a una mujer que de hecho quería ser maestra de preescolar. Argumentar eso es precisamente caer en la falacia de que no existe ninguna mujer apta para estos puestos. No siempre tienen siquiera que ser parte de los candidatas finales para algún puesto, pero que casi nunca lo sean es revelador.
Algunos podrían argumentar que si con cuotas se le asigna un cargo a mujeres aptas pero que no son las mejores para el puesto, existe injusticia, mientras que si los puestos se le dan a las mujeres porque de hecho son las mejores, entonces no se necesitaban cuotas. Sin embargo, las mujeres que sí son las mejores candidatas, en muchas ocasiones no obtienen los puestos a los que aspiran. Y esa es precisamente la injusticia que me parece que las cuotas pueden ayudar a resolver. Al obligarnos a buscar un equilibrio en las posiciones de influencia–y de hecho en toda la cadena de ascenso–las mujeres que sí son candidatas ideales pero que son ignoradas, tienen un piso más parejo para que se les tome en cuenta. Tal como mencioné en el texto original, el problema no se resolverá de fondo solo con cuotas, pero hasta que no haya posibilidades de entrada y ascenso niveladas para todos, la implementación de políticas de acción afirmativa puede empujar a las organizaciones a que poco a poco nivelen sus estructuras y sus esquemas de ascenso y que, poco a poco, se vuelvan más justos.
El tema del interés es sin duda complejo pues es difícil diferenciarlo de la construcción social y de los roles de género. Pero creo que es simplemente falso decir que las mujeres no están accediendo a estos puestos porque no los quieren. Si no hubiera interés, no estaríamos teniendo esta discusión. Está más o menos probado que a las mujeres no se les toma en cuenta. Anécdotas y experimentos sobran.
Apenas esta semana, Ellen Pao, quien en 2015 demandó por discriminación a la firma de capitales de riesgo para la que trabajaba, publicó un libro sobre su batalla perdida en Silicon Valley. Vale la pena leer su experiencia pues da muy buena idea del nivel de exclusión, de hostilidad laboral y de discriminación que enfrentan las mujeres y de lo poco interesados que están los hombres en incluirlas o en que “se sienten a la mesa”.
Diego propone que en lugar de hablar de barreras estructurales deberíamos pensar en condiciones sociales. Cabe aclarar aquí que con barreras estructurales me refiero a las injusticias y tratos discriminatorios sistemáticos que sufren las mujeres por el hecho de serlo. Y precisamente culpo a las condiciones sociales de construir estas barreras. No creo que puedan ni deban separarse. Esas condiciones sociales y los roles que asignamos por género desde la infancia limitan el avance de las mujeres, pues dictan qué pensamos a priori de cada quien.
Olvidémonos por un momento del sector público, pues como bien señala Diego, que en dicho ámbito existan mujeres decidiendo sobre temas que les atañen no es trivial, no sólo en aras de la equidad de género, sino por el propósito mismo de los gobiernos representativos. Aunque concuerdo en que las empresas, organizaciones e instituciones académicas no necesitan ser una muestra perfectamente representativa de la población, el hecho de que las proporciones en las primeras se aleje tanto de la distribución poblacional, nos hace preguntarnos cuáles son los factores que hacen que esta diferencia sea tan grande. ¿Son las profesiones que eligen de entrada? ¿son sus intereses? ¿es algo en su naturaleza? ¿son sus capacidades? ¿son las horas que trabajan? Ya hemos respondido a todo ello que no necesariamente. ¿Podemos conceder entonces que existen ciertos sesgos y desventajas para las mujeres que no enfrentan los hombres? ¿Podemos conceder que muchos espacios laborales son hostiles para las mujeres de formas en las que no lo son para los hombres? ¿Podemos conceder que no se les juzga bajo el mismo estándar siempre?
Al respecto, creo que es importante señalar además que la mínima visibilidad y presencia de las mujeres en prácticamente todos los espacios de decisión, sí son un problema en sí mismos. También lo son los prejuicios sobre los roles que cada quien desempeña en la sociedad, porque cuando una persona incursiona en lo que “no le toca” se le cuestiona y exige bajo un estándar de excepcionalidad muy injusto. Citaré aquí a una diplomática para la que trabajé hace algunos años: “igualdad real habrá el día en que haya el mismo número de mujeres mediocres en espacios de influencia como hoy hay hombres mediocres”. Y sí.
En algo concuerdo plenamente con Diego: en que “parece [que estoy] pensando en un esquema de discriminación generalizado que está presente en todos los ámbitos de la sociedad.” Y aquí seré más radical de lo que he sido en entradas anteriores y tal vez en ello radique nuestra diferencia fundamental. Sí, creo con total convicción que existe un esquema de discriminación generalizada que afecta de forma sistemática a las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad. Creo que hay una discriminación profunda y arraigada en la que los prejuicios sobre lo que las mujeres deben y pueden hacer genera ventajas para los hombres que, aunque a veces minúsculas, se van acumulando hasta propiciar que tengamos una sociedad liderada por ellos en prácticamente todos los sectores. Creo que existen roles de género que afectan tanto a hombres como a mujeres, pero en gran medida estos son discriminatorios porque consideramos lo femenino como inferior. Creo que vivimos en un sistema injusto y patriarcal en el que el propio entorno laboral y el esquema oficinista de 9 a 6 fue creado por y para hombres que no tienen que preocuparse por minucias como amamantar a un bebé de 3 meses; en el que las mujeres que sí logran tener puestos de influencia son cuestionadas siempre sobre cómo balancean su vida profesional y familiar, cuestionamiento que casi nunca se le hace a los hombres; en el que más de un cuarto de las mujeres reportan haber sufrido violencia laboral, la mitad de ellas de índole sexual. Creo que existe una discriminación sistemática en la que el privilegio que los hombres han tenido de forma histórica no es cuestionado con la misma fuerza con la que se cuestiona a las mujeres que se dedican a cosas que no van de acuerdo a ese “constructo social”.
A todo lo anterior me refiero cuando hablo de barreras estructurales: a los pequeños desbalances que se acumulan y que casi siempre benefician a los hombres (aquí hay una simulación matemática que lo explica). Pedir contrarrestar este desequilibrio no es opresión, es justicia.
Podemos discutir si las cuotas de género son un mecanismo ideal para contrarrestarlo. Yo, en lo personal y como ya lo mencioné, creo que sí lo son porque nos obligan a confrontar nuestros propios sesgos y prejuicios. Nos obligan a ver a personas capaces y que tenemos frente a nuestras narices, pero que no se nos ocurren en primera instancia.
No sugerí ni sugiero que sea el Estado el encargado de vigilar su cumplimiento o imposición. Creo que el equilibrio en los espacios de decisión, tanto del sector público como en el privado es en sí mismo deseable, y que proponer cuotas voluntarias y paulatinas, es un buen sistema para lograrlo. No es un mecanismo único ni exhaustivo, pero creo que es un mecanismo necesario hasta que exista un piso realmente parejo.
Diego señala que yo ”tendría que probar que mujeres con la misma experiencia y que dedican el mismo tiempo y esfuerzo que sus pares masculinos, en general, no tienen las mismas oportunidades”. El problema con injusticias como éstas es que a nivel individual es muy difícil probarlo. ¿Cada vez que se elige a un hombre sobre una mujer para un ascenso o un puesto hay discriminación? No necesariamente. Pero cuando esto sucede de forma sistemática y constante, podemos sacar algunas conclusiones. Para este tema en particular ya hay un término: se llama techo de cristal.